Es extraño.
Siempre había creído que para conocer a una persona con utilizar dos sentidos era suficiente. Vista y oído, nada más. Al fin y al cabo lo fundamental, lo que nos define, es lo que decimos y lo que hacemos.
Entonces empezó a dejar a gente atrás. Poco importa si prescindió ella de ellos o ellos de ella, eso es otra historia, una que ya no le gusta escuchar. El caso es que ya no están y, sin ellos, las palabras se olvidan y los hechos se confunden porque la memoria sabe lo que necesita y, por lo visto, a la suya ese pasado le parece prescindible.
Inevitablemente las heridas, si son profundas, dejan cicatrices. Hay que saber descubrirlas para poder ocultarlas a los demás pero, sobre todo, ocultártelas a ti mismo.
Ella sabe cuáles son las suyas. Encontró la primera sentada en un vagón de tren, frente a una persona completamente desconocida que olía a algo familiar, a dolor y a pasado, a discursiones, a noches en blanco, a ganas de correr muy rápido, de huir muy lejos.
Ahora sabe que contra los olores su memoria tiene la batalla perdida, que su cabeza almacena a las personas como esencias y éstas, para bien o para mal, son imborrables.
Consiguió clasificarlas y etiquetarlas, para recuperarlas cuando las echara de menos y revivir la playa y el humo dulce de la hierva quemada que se consume entre los dedos o regresar a las noches de piel húmeda y ginebra.
Y, entonces, sin avisar, apareció alguien que olía a expectativas y a deseos imposibles. Sintió miedo, porque esta vez ya no era una colonia, era un perfume.
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